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Inmigrantes y pensionistas: una alianza silenciosa

Fuente: Levante EMV

Gustavo Zaragoza

Artículo de Gustavo Zaragoza en el diario Levante

Hay imágenes que se clavan en la retina y en la conciencia. Ver a trabajadores del campo en Estados Unidos huyendo entre surcos mientras la Guardia Nacional les pisa los talones no solo resulta ofensivo: es un delirio que remite a otros tiempos, a otras persecuciones que creíamos superadas. La nueva ofensiva antiinmigración impulsada por la administración Trump, y replicada por otros discursos en Europa, no ha hecho más que empezar. Pero conviene preguntarse: ¿a quién se persigue realmente cuando se persigue al inmigrante?

Desde esta orilla del Atlántico, la indignación ética es evidente, pero el asunto merece también una reflexión desde otro ángulo menos emocional, aunque igual de crucial: el económico. Y más concretamente, el del sistema público de pensiones.

Nuestro modelo de pensiones funciona sobre un principio claro y descansa sobre un pacto de solidaridad intergeneracional: las personas en activo financian, con sus cotizaciones, la jubilación de quienes ya han terminado su vida laboral. Es una malla tejida cada día en oficinas, campos, hospitales, almacenes, restaurantes o residencias. Y esa red, que asegura que millones de personas puedan envejecer con dignidad, depende directamente de la vitalidad del mercado laboral.

España acaba de batir un récord histórico: más de 21,5 millones de afiliados a la Seguridad Social en abril de 2025. Una cifra que permite sostener el gasto en pensiones, que supera ya los 166.000 millones de euros anuales para más de nueve millones de pensionistas. Pero hay un dato aún más elocuente: 2,79 millones de esos cotizantes son trabajadores extranjeros, es decir, el 13,2 % del total. Una aportación indispensable que a menudo se silencia o, peor aún, se criminaliza.

Negar esta realidad es algo más que una torpeza: es una forma de sabotaje al interés colectivo. Porque sin la aportación económica de la población inmigrante, el sistema de pensiones podría entrar en una tensión estructural difícil de sostener.

Además, el peso de la inmigración en el tejido productivo va mucho más allá de las cotizaciones. Los trabajadores no nacidos en España ocupan, en muchos casos, empleos que los nacionales rechazan. Sectores como la agricultura, la construcción, la hostelería, la limpieza o los cuidados, pilares fundamentales de nuestra economía y de nuestro modelo de vida, se mantienen en pie gracias, en buena medida, al trabajo y al esfuerzo de estas personas. Muchas veces en condiciones precarias, invisibles y vulnerables.

Resulta paradójico, y profundamente injusto, que quienes sostienen con su esfuerzo buena parte del presente económico y social del país sean también los que más fácilmente se convierten en chivo expiatorio del malestar, el miedo o la manipulación política. El relato fácil del “nos quitan el trabajo” o “cargan el sistema” no resiste una mínima verificación de datos. Pero sigue funcionando, alimentado por prejuicios, ignorancia o interés electoral.

Es urgente, por tanto, un cambio de mirada. No ya por ética, que también, sino por inteligencia colectiva. Defender a las personas inmigrantes no es un gesto de solidaridad externa, sino una apuesta por el futuro del país. Su presencia y su trabajo no son un problema: son parte esencial de la solución.

La persecución al inmigrante, al final, no es otra cosa que el rechazo al diferente. Y cuando ese rechazo se convierte en política, lo que se daña no es solo a quien llega de fuera: se hiere el pacto social que sostiene nuestra convivencia.

En un momento en que el sistema de pensiones se convierte en uno de los grandes desafíos demográficos de nuestro tiempo, tal vez convenga recordar que no hay futuro sin manos que lo trabajen. Y muchas de esas manos, hoy por hoy, tienen acento extranjero.


Este artículo ha sido publicado primero en en el diario Levante El Mercantil Valenciano. Gustavo Zaragoza es  licenciado en Psicología y doctor por la universidad de Valencia; especialista internacional en Economía Social por la Universidad Politécnica de Valencia y la Universidad de Bolonia.

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