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Una guerra intergeneracional que no tiene sentido
Fuente: CENIE

Unos reprochan privilegios, otros responden con acusaciones de fragilidad y falta de esfuerzo
Los boomers son señalados una y otra vez: propietarios de viviendas, beneficiarios de empleos (o ex empleos) estables y hoy (o en los años que están a punto de llegar) receptores de pensiones que, en muchos casos, les aseguran una vejez digna. Frente a ellos, los millennials y la generación Z parecen sobrevivir en un tablero desigual, atrapados en alquileres imposibles, salarios precarios y trabajos inestables. Con estas premisas, se ha construido un relato de enfrentamiento, de trincheras generacionales. Unos reprochan privilegios, otros responden con acusaciones de fragilidad y falta de esfuerzo. El resultado: un ruido constante que alimenta titulares, debates televisivos, discusiones en redes y hasta conversaciones de bar.
Hace tiempo que este discurso encontró altavoces dispuestos. El influencer Víctor Domínguez, conocido como Wall Street Wolverine, llegó a tachar a los jubilados de “colectivo más egoísta de España” y de ser “el mayor lastre para que el país avance”. No ha sido el único: columnistas y opinadores ultraliberales suelen cargar contra los pensionistas. Y desde otros enfoques ideológicos también se presenta a los boomers como una generación instalada en la comodidad, imagen que ha recogido, entre otros, el libro de la periodista Analía Plaza La vida cañón. La historia de España a través de los boomers.
En el campo contrario, las críticas a los jóvenes tampoco han escaseado. Hace ya más de una década, Montserrat Nebrera popularizó la etiqueta de “generación de cristal” para referirse a los últimos millennials y a la Generación Z. Desde entonces, la expresión se repite como un eslogan: jóvenes supuestamente sobreprotegidos, poco comprometidos y frustrados. Clichés que, al igual que las caricaturas de los boomers, alimentan la idea de una guerra sin sentido entre grupos de edad.
Es cierto que existen desigualdades notables entre generaciones. El acceso a la vivienda es un ejemplo paradigmático: según la Encuesta Financiera de las Familias del Banco de España, solo uno de cada cuatro jóvenes nacidos entre 1985 y 1995 era propietario de una vivienda a los 30 años, mientras que entre quienes nacieron en décadas anteriores la cifra superaba el 65%. La historia económica explica esa diferencia: en los años setenta y ochenta, adquirir una casa fue más accesible de lo que es hoy. Pero culpar a quienes compraron entonces es un desvío interesadamente cómodo. ¿No sería más lógico interpelar a las políticas públicas que, durante décadas, no han garantizado un parque de vivienda social suficiente?
Como recordaba la socióloga británica Jennie Bristow en su ensayo Stop Mugging Grandma, convertir a los boomers en chivo expiatorio responde a un cóctel de ansiedades colectivas: el envejecimiento de la población, el gasto público en pensiones y sanidad, y el legado cultural de los años sesenta. Una narrativa que descarga sobre las personas mayores una culpa que en realidad corresponde a decisiones políticas.
El sociólogo Pau Miret, del Centre d’Estudis Demogràfics, me lo expresaba en un reportaje periodístico sobre los boomers con claridad: “Toda esta guerra generacional se basa en fake news. Los boomers son considerados un problema por un hecho demográfico sobre el que no tienen ninguna responsabilidad”.
Las cifras también contradicen el mito del privilegio universal. Según datos del Ministerio de Seguridad Social, casi el 15% de los jubilados en España cobra menos de 700 euros al mes, por debajo del umbral de la pobreza. La vulnerabilidad residencial tampoco es ajena a la vejez. Lo explicaba en 2019 la doctora en Sociología Irene Lebrusán -en este portal conocida de sobras-. Lo hacía en su estudio La vivienda en la vejez: problemas y estrategias para envejecer en sociedad, publicado en el CSIC y concluía que el 20,1% de las personas mayores de 65 años en España se encontraban en ese momento en vulnerabilidad residencial extrema.
Las guerras culturales necesitan enemigos claros, y en los últimos años la edad se ha convertido en un blanco conveniente. Se acusa a los mayores de vivir a costa de los jóvenes; a los jóvenes, de ser incapaces de construir un futuro. Pero detrás de este espejismo se oculta la verdad incómoda: las desigualdades más profundas no se explican por la fecha de nacimiento, sino por la clase social, el género o el territorio.
El mito de la guerra intergeneracional distrae del debate esencial: cómo sostener un sistema que asegure dignidad a todas las edades. Ni los mayores son culpables de la precariedad juvenil, ni los jóvenes del empobrecimiento de muchos pensionistas. Lo que necesitamos no son trincheras, sino puentes. Políticas inclusivas que reconozcan lo que cada grupo aporta, que repartan de forma más justa los recursos, y que permitan a padres, hijos y abuelos caminar en la misma dirección: hacia una sociedad que no enfrente a sus generaciones, sino que las cuide a todas.
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